Willy Gómez Migliaro
Leo el primer libro del poeta huancavelicano Pablo Landeo, Los hijos de Babel, y un panorama se me abre inmediatamente (quizás por sus imágenes oscuras sobre la condición del hombre moderno en las ciudades o tal vez por el tono duro que re-suena en el altiplano de su lenguaje) y he pensado en el Perú, específicamente en la ciudad de Lima, y de cómo sus migraciones y sus desiertos urbanosla re-definieron desde su primera oleada en los años 40, hasta la última en los 80, con el desplazamiento de la guerra declarada por Sendero Luminoso al Estado peruano. Los velos oscuros de la ciudad en esta obra de P.L pronto se corren hacia una verdadera desnudez, y una fundación, una mancha de las emociones re-sentidas de un estado cholo, da paso a los desplazamientos de los nuevos sujetos actuantes.
Lima es hoy (y esto se percibe en Los hijos de Babel) el hervidero de todas las sangres. Colorida bajo un cielo gris define su nueva belleza en lo que antes eran desiertos, y aunque también el abandono la acompañe, no ha dejado de lado su gran tara: el racismo.
Los hijos de Babel son los sujetos de una ciudad que han de-lineado su lenguaje desde la orfandad y se han reinventado para conducir sus despojos y pulirlos como primera piedra de fundación de un solo pueblo. Y ya lo decía el preciado Yahveh de ese libro hermoso de aventuras que es la Biblia: “He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros». Así, Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie. Pablo Landeo ha construido, entonces, desde su insólito evangelio, la gran ciudad de los hijos desplazados por el horror y la indiferencia, todos con el lenguaje de la vida hacia su propia individualidad para formar, después del caos, el éxodo gravitante en que se convertirán los desposeídos del Perú.
Los hijos de babel anuncian la marcha, la huida hacia un lugar desde la muerte de sus padres al sueño de otros mares, quizás el territorio profano en que se han de convertir los nuevos desiertos periféricos de la ciudad, y he ahí el juego y el peligro de un sujeto actuante que avizora el porvenir y no es sino publicidad de la muerte, he ahí el nuevo Adán bienaventurado levantando la noche inmemorial de sus desiertos; la elegía del río hablador de los nuevos migrantes que añoran un verdadero canto rodado; he ahí finalmente la ciudad y los nuevos sujetos actuantes formándose de soledad y sin ninguna esperanza que la de su propia re-invención desde el presente porque ya todo se ha perdido.
Hacia la tercera parte del libro, El almuerzo desnudo, “un panorama de idiotas desnudos se extiende hacia el horizonte”, sentencia una cita de William Burrougs, aquí el cántico de un apocalipsis extiende sus construcciones a través de imágenes y símbolos que no son sino las lenguas de los extraños que parten a la confusión, pero ya asentados con sus adefesios en la “tierra prometida” donde la predicación de los seres actuantes es ese lenguaje que inició la destrucción hacia la construcción.
En Los hijos de babel el prestigio del lenguaje es una exquisitez que acompasa con música selecta. Suenan las influencias de la poesía anglosajona que tanto maravillan a P.L. pero sobretodo, la poesía de José María Arguedas y de nuestros huaynos populares y anónimos del rincón de los muertos del Perú.
Pablo Landeo ha construido un épica de los migrantes y ha dejado abierta la imagen del éxodo para cuando tengamos, de nuevo que partir, confusos en nuestra lengua.
Bar Queirolo -Centro de Lima, marzo de 2012.
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